“Laméis
mis pezones al ritmo de mis
chasquidos
articulares
mordéis
mis labios desmembrando
mi
nervio trigémino
mamo
de vuestros glandes
el
esperma de la enajenación
Mi
clítoris es un nido de húmedas
lenguas
(…).”
(Beatriz Marcos Oteruelo (Renée Sade). Febrero 2013)
La historia que os voy a contar
comenzó hace algunos años en una cafetería de Zizur. Para quien lo desconozca,
Zizur se sitúa a sólo seis kilómetros de Iruña-Pamplona,
la capital de Navarra, Nafarroa, institucionalmente
para algunos Comunidad Foral de Navarra o Nafarroako Foru Komunitatea, cuna de cara-duras sensibles al merengue, donde los
chorizos se atan con corbatas y Dios no existe y las mariscadas en el Reyno de Cintruénigo tampoco, donde las fiestas
populares son inundadas con improvisadas piscinas de última hora. Navarra, núcleo
principal del dulzón patxarán, —qué haces
tú, qué haces tú, que no bailas con Tijuana in Blue— y gaupaseros que
profieren gritos a altas horas de la madrugada mientras, camino de sus casas,
se cagan en dios y en la virgen. Bueno, quien no sepa de dónde procede el
gentilicio zizurtarra que lo busque
en cualquier diccionario medio decente, «si
es que queda alguno».
Dicen que todos llevamos un policía dentro, Charles Chaplin
llegó a afirmar que todo ser humano guarda en su interior un dictador. Hay un
dicho popular que dice que hay personas que jurarían que hay personas que creen
tanto en sus mentiras que a base de repetirlas al resto, hasta ellas mismas se
las llegan a creer. Esto último no es un dicho popular ni mucho menos, me lo
acabo de inventar pero corroboro que es tan verdad como que distingo el hedor
de esas personas que repiten a tantos sus mentiras hasta el punto de creérselas
ellas también.
Bien, vayamos
al tema; la mañana prometía y los corrillos de gente a primeras horas del día se
ambientaban todos en un mismo tema de conversación, lo que los medios de
comunicación del régimen habían señalado como el asesino silencioso. Y es que, de un tiempo a esta parte, venían
produciéndose en Navarra una serie de crímenes que traían de culo a cada uno de
los diferentes cuerpos policiales «esos
que dicen identificar a unas cincuenta mil personas en sus cuatro mil controles
por año». El escurridizo y astuto asesino no dejaba rastro alguno que
hiciera pillar una pista o indicio de aquel macabro puzle bañado en sangre y
aromatizado con flores, de ahí que el matarife fuera bautizado como tal.
Silencioso dejaba clavado
letalmente en el cuello de sus víctimas un cuchillo de Albacete y unas flores
que depositadas en una de sus exangües manos, plasmaba con arrogancia un carácter
desafiante, provocador y esquivo, lo que causaba si cabe aún, más alarma social.
Según la prensa y televisión, el verdugo antes de sesgar la vida de sus
víctimas, suministraba a éstas algún tipo de sustancia paralizante del sistema
muscular para luego abandonarlas en un lugar montañoso con un cuchillo clavado
letalmente en el cuello y las flores —de regalo— en una de las manos. Se habían
encontrado ya al menos una veintena de cadáveres y ninguno guardaba relación
entre sí, había gente de todas las clases sociales, desde opulentos explotadores
a obreros, estudiantes, parados, personas vinculadas a diferentes sectores
sociales y políticos. Todo apuntaba a que se trataba de un psicópata, un
asesino serial. Conforme el número de asesinatos aumentaba, la población vivía el
día a día con aprensión y el hecho de que la pasma no hubiera encontrado ni tan
siquiera un indicio que llevara a la detención del culpable, hacía crecer alarma
y desconfianza entre ellos; todos sospechaban de todos. Las conjeturas rozaban
lo injustificable hasta el punto de lo absurdo.
Aquella mañana era martes para todo el día y yo
había quedado con un amigo bastante despistado en una vieja cafetería de Zizur en
la que, por el mobiliario, sus enseres y las telas de araña, el tiempo parecía
haberse estancado. No estaba mal, era como estar dentro de una vieja estampa de
color sepia tomando un desayuno pero en el año 2014. La intención cuando llegara mi amigo era ir con el coche de éste a
un pueblo cercano con el propósito de recoger un equipo de megafonía que íbamos
a utilizar para unos menesteres —que
ahora mismo no vienen a cuento—. Estando yo en la espera removiendo el café
con leche ante una pecosa y guapísima camarera que regentaba dicha cafetería y que,
con más dulzura de la que cabía en toda la canastilla de azucarillos, no paraba
de servir amablemente y sin parar, cafés, bollos y tostadas a todas las caras
de sueño que por allí pululábamos, me sonó el móvil; se trataba de Despistado, me
comunicaba con voz somnolienta que había olvidado nuestra cita «naturalmente» y que se encontraba en
Elgoibar donde, según él, había pillado cacho el sábado anterior con una
paisana y ésta le estaba dejando más seco que una pasa. Lo noté feliz y sonreí transmitiéndole
mi enhorabuena, pues aunque ignoraba las necesidades de la paisana, Despistado
estaba como yo; realmente necesitado de sexo. Antes de terminar nuestra conversación
quedamos en llamarnos, cuando él volviera a Iruña, para recoger la megafonía.
Nos despedimos no sin antes soltar un chiste con cierto sarcasmo sobre el asesino silencioso, aquel tipo se había
convertido para muchos en el Jeffrey Dahmer vasco.
Y allí me quedé más solo que la una riendo y mirando las telarañas
que ornamentaban con suma naturalidad aquella cafetería, convirtiéndola un poco
más, si cabe, en una tradicional tarjeta de calendario.
Seguí dando vueltas con la cucharilla al estimulante con
leche y pensando en la suerte de mi amigo; me alegré por él y me disgusté por
no haber ido a recoger el equipo de megafonía pero sobretodo me preocupé por
mí, lo único que yo había mojado en las últimas dos semanas era la palmera de
chocolate en el café con leche que me estaba trincando así que puedo afirmar
que últimamente me encontraba falto de sexo y mi estado de ánimo así lo
evidenciaba, estaba como aplatanado y nunca mejor dicho, bastante cachondo. Dos
semanas antes había coincidido en un concierto con una buena amiga, oriunda de
Bilbao pero estudiante y residente en Pamplona; Edurne. Ambos nos conocimos en
la Universidad sectaria del Opus Gay, ella estudiaba allí y yo trabajaba de
camarero en la cafetería sirviendo cafés, refrescos y bocadillos bajo un enorme
crucifijo para sacarme algo de pasta. Aquella noche de viernes Edurne y yo
habíamos quedado para vernos «casualmente»
en un concierto pues su novio acababa de partir hacia la capital del Imperio
dispuesto a pasar el fin de semana visitando en el IFEMA la Feria Congreso
sobre el Marketing Digital y la Publicidad Online. Mientras que su novia y yo
recompensamos mutua y plenamente nuestras necesidades sexuales, llegándonos a
exprimir equitativamente hasta la última gota de nuestros fluidos sexuales.
Estuvimos toda la noche dale que te pego, primero en su coche y luego en la
cama de donde sólo nos levantábamos para ir al frigorífico y picotear algo o
beber agua o cervezas…después seguíamos follando; en la cocina, en el sofá, en
el pasillo o donde se terciara y así hasta llegar de nuevo a la cama, una y
otra vez, despacio o rápido de pies o tumbados, así en plan bestia; sin leyes
ni códigos, como si se nos fuera a acabar el mundo.