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viernes, 16 de marzo de 2018

Una declaración en Banculte




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Elegimos Idaho casi por sorpresa. Jane estudió diferentes lugares y finalmente nos decantamos por Tongass, el maravilloso bosque de Alaska.

Estaba muy contenta con la decisión y yo también era feliz. Era nuestro sueño, no ambicionábamos mucho más; una cabaña construida por nosotros en un bosque lejos del mundanal ruido. Rodeados de silencio, disfrutábamos de unas vistas maravillosas: la cordillera Snake River se divisaba desde nuestro cobertizo y, degustando café, los días amanecían y nos entregábamos a la más absoluta libertad. Y, todas las noches, Jane y yo hacíamos el amor como dos adolescentes.



*



En agosto recibimos la visita de nuestra primogénita. Por entonces llevábamos seis meses en Idaho y en esas fechas las camanssias decoraban toda la pradera. Era un espectacular paisaje y estábamos seguros de que a Katie le iba a encantar. Había terminado el Midschool y su cédula de United States Medical Licence Examination reflejaba la nota más alta. Habiendo terminado su correspondiente residencial, a cualquier chica de 24 años la vida le sonreiría. Pero ella pasaba por un difícil momento personal del que estaba convencida encontraría la salida en las grandes colinas de Snake River.



*



Aquella fue nuestra primera cena en familia desde hacía tres años. Jane preparó una suculenta sopa de tomate y yo, mi especialidad: pavo de Acción de Gracias. A pesar de que la fecha no acompañase, era uno de los platos favoritos de mi mujer y de nuestra hija así que no podía dejar pasar la ocasión para deleitarme como chef amateur. Estrenamos los cubiertos y la vajilla que tía Mary nos regaló en nuestras bodas de aluminio. Tenían un borde grabado y en el centro destacaba “FC”, flying cows, vacas voladoras.

En la cena, hablamos de nuestra vida en la montaña. En la facultad, Katie parecía haber aprendido a enfatizar juicios de valor sobre todas las razones que nos habían cambiado la vida. No era consciente de que a Jane, esa actitud, la hacía sentir mal.

Acompañamos el café con una deliciosa tarta de moras, desmenuzada por el viaje, que nos había traído nuestra hija desde Michigan. Hablando a la luz de la luna, la noche se alargó en el porche entre el ulular de dos lechuzas.

—Acordaos de pedir un deseo por cada vaca que veáis pasar por delante de la luna.

Y, sonriendo, señalé la enorme luna llena con la misma mano que sostenía la taza de café.

Las dos mujeres sonrieron también y, al momento, nos vimos sorprendidos por una manada de vacas que cruzaba en fila frente a aquella enorme luna. Fue una sensación increíble. Tras cogernos de las manos y cerrar los ojos, pedimos tres deseos. Katie quedó seducida y vimos caer una disimulada lágrima por su mejilla.

—La vida en Idaho nos regala cosas preciosas, hija —dijo Jane, antes de abrazarla.



*



Hoy día es imposible ver vacas voladoras. En 1971 la ONU promulgó una ley con la que pretendía erradicar los accidentes aéreos producidos por los choques, más bien atropellos, y dio luz verde a la caza masiva. Fue una autentica atrocidad, una salvajada. Cuarenta y siete años más tarde es menos probable ver una manada de vacas surcando los cielos que a un oso conduciendo un automóvil.

Pero aquella imagen de las vacas a su paso ante la luna se nos quedó grabada en las retinas y, a la mañana siguiente, fue tema de conversación.

Katie seguía embelesada y parecía estar menos preocupada por el mal momento personal por el que estaba pasando. Hablamos de biología, de ecologismo y de vacas voladoras. Hicimos un puchero con todo ello.

Quizá todo estuviese preparado. Y tal vez la casualidad o la coincidencia me predispuso tanto que no pude reprochar la actitud de los Federales. Aparecieron en nuestro cobertizo ataviados de preguntas y dudas respecto de un supuesto avistamiento de vacas. Evidentemente negamos todo, y marcharon dejando una impresión de prejuicio y sospecha ante nuestras evasivas respuestas.

Parecía que el borrón y cuenta nueva no estaba funcionando en Idaho. Tras la visita de los agentes, Katie recordó que la ansiedad seguía hurgando en las entrañas de su cerebro.

Besé a mi mujer y a nuestra hija y salí a hacer unos recados. Subí en el todoterreno y pisé el acelerador. A todo gas, divisando el rastro que dejaban ante mí los agentes, no me fue difícil ponerme a su altura.



*



Freud, un viejo alumno mío de la Universidad de Michigan y detractor también del genocidio de vacas, desapareció del mundo tras el continuo asedio de los Federales. Investigaron todos los círculos más cercanos a él. Freud estaba en el ránking de los mejores científicos de Estados Unidos y sospechaban de él como ideólogo de una trama secreta en la que se pretendía, a través de la genética, dotar a las pocas vacas voladoras que quedaban en el planeta de un periodo de reproducción acelerado. Su objetivo consistía en que las vacas voladoras se reprodujeran y desarrollaran por completo en unas tres semanas. De esta manera, aumentaría considerablemente el número de ejemplares y su posibilidad de supervivencia. En una década, serían imparables.



*



Aquella mañana, el FBI peinó las colinas en busca de una supuesta gigantesca granja experimental secreta.



*



Esa noche, regresé tarde. Jane y Katie ya habían cenado. Tomé una ducha y, seguidamente y para sorpresa de mis dos mujercitas, encendí la chimenea. Era verano. Pero debía deshacerme de mis ropas, que me traían malos recuerdos. Aquel día juré darles el último uso.



*



A penas nos dirigimos unas palabras. Katie guardó algo de comida del día anterior en una neverita, tomó el todoterreno y sus luces se perdieron por la carretera que lleva a Snake River.



*



Tenía el estómago vacío cuando Jane y yo nos acostamos. Cumplimos con nuestro quehacer nocturno de hacer el amor y fue entonces cuando supe lo del embarazo de Katie. Íbamos a ser abuelos. Comprendí el malestar de nuestra primogénita y los primeros rayos de sol llegaron con el ruido del todoterreno.

Katie estaba de vuelta.



*



—Buenos días, profesor Robert.

—Buenos días, Freud. Creí haberte pedido discreción en todo momento.

Katie interrumpió a Freud. Besé a mi hija y le di a ambos la enhorabuena.



*



En la tablet de Katie, leí la noticia de la desaparición de dos Federales. Había llegado el momento. No había tiempo que perder.

Cargamos el todoterreno con diferentes enseres y partimos los cuatro hacia el corazón de Snake River. Mi discípulo –y yerno– y yo llevábamos sendas pistolas. En los asientos traseros, mi esposa y nuestra hija sostenían dos rifles. Eran armas de los malditos Federales e iban a sernos de mucha utilidad. Nada ni nadie nos iba a parar en nuestro camino hacia Banculte.



*



En el camino, a pocas millas del desvío, encontramos un control de los Federales. Abrimos fuego y seguimos.



*



Nuestra pretensión es mucho más que una mera granja experimental. Es un mundo con sus vacas voladoras, su cielo, sus ríos y la vida: nuestro Reino. Dos puertas secretas, una en Snake River y otra en la Antártida. El Reino de Banculte, un mundo paralelo.

Aquí nacerá nuestra nieta.



*



El resto, ya lo conoce usted, Majestad. Le aseguro que en ningún momento hemos dejado pistas a absolutamente nadie sobre Banculte...

Mierda...

Un antes y un después.

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